Del ocaso de los valores:¿la madurez académica?

Como he ido compartiendo en mis diferentes incursiones en esta sección conocen mi inquietud por que determinados valores clave se estén descuidando en el proceso y contexto educativos. Y es que sigo albergando mis dudas sobre si realmente estamos prestando la debida atención a la cultura del esfuerzo en el aula, en cada casa; a que el alumnado adquiera autonomía a la hora de pensar y trabajar; a si realmente potenciamos la motivación. Asimismo, ¿estamos consiguiendo que se responsabilice de sus obligaciones, o que haga de la concentración una virtud, que asiente su autoestima, que sea resiliente ante las seguras adversidades de la vida, a que se relacione siempre desde la empatía y se organice de forma adecuada en sus estudios?

Me han trasmitido en ocasiones, cuando he expuesto mis reflexiones en determinados eventos sobre educación, que quizá peque de excesivo pesimismo. Nada más lejos de la realidad: nunca lo he sido porque la mejora y revisión continuas de los sistemas, y más del educativo, o son permanentes o ni mejoran ni evolucionan. En mi caso, además, mi apasionada vocación y mi entusiasmo no me lo permitirían.

Muy al contrario, hay muchos, muchísimos aspectos en los que hemos avanzado, lo que no implica que podamos descuidarnos en otros y, sobre todo, que no los contemplemos desde y con una máxima exigencia, siendo conscientes de su importancia para que la sociedad del futuro sea lo que deseamos hoy.

Por todo ello, quiero hoy abordar el término ‘madurez académica’, que recoge precisamente la suma de todos esos valores que acabo de enumerar. Porque pienso que quien reúna esas condiciones conseguirá sus propósitos no solo en el ámbito académico sino también en el mundo laboral, pues su vigencia no caduca al abandonar las aulas. ¿Qué mejor legado como docentes podríamos pretender para nuestro alumnado?

Con frecuencia observamos entre la juventud una doble madurez: una en apariencia desarrollada para tomar decisiones sobre cuestiones del ámbito personal, y otra mínima para las obligaciones en general y académicas en particular. No le quiero quitar importancia a la primera, y reconozco, con sus lógicas limitaciones, el derecho a decidir sobre mis relaciones o mis gustos, cómo no; reconozco ese sentimiento de que debo vivir mi vida porque ya soy una persona adulta. No obstante, y en contraposición, creo que también habré de demostrar que me comporto como esa persona adulta que digo ser en mis responsabilidades, entre las que destaca, a cierta edad, la de los estudios.

Y para formar en estos valores de madurez académica pensemos que ha de participar la sociedad entera. Las propias familias en su globalidad, los equipos docentes y pedagógicos y, por supuesto, quienes dictan las leyes que luego se deberán aplicar, y posiblemente no solo las educativas. Claro que intervienen más agentes, pues aprendemos de lo que vemos, pero tratar de abarcar todo lo que muestra una sociedad me parece, aquí sí, falso optimismo. No veo alcanzable influir sobre lo que sería conveniente que mostraran las redes o la ciudadanía en general, pero sí veo posible que las familias y los centros escolares aúnen esfuerzos para educar en esta dirección, y que, por supuesto, nos ampare una legislación que venga de y contemple un pacto por la educación.

Educar es un todo: dar ejemplo, ser consecuente entre lo que digo y luego hago, va mucho más allá de explicar una materia en clase o de fijar una hora de llegada a casa. Si nos paramos a reflexionar, podríamos abrumarnos por todo lo que implica. ¿Les parece complicado? Sin duda, tanto como fundamental y hasta retador. Como sociedad nos hemos visto en la necesidad de superar adversidades previsibles y no previsibles, y puedo asegurarles que una educación descuidada nos generará dificultades que sí podemos prever.

No olvidemos que nuestra personalidad, nuestras principales virtudes y carencias se asientan en edades tempranas. A veces, cuando queremos buscar una solución a algunas de estas últimas, ya vamos tarde. Ello nos exige redoblar esfuerzos para conseguir la mitad de lo que hubiéramos alcanzado actuando en su momento.

¿Se puede educar sin valores?

Miguel Ángel Heredia García es presidente de la Fundación Piquer